Rousseff
propone plebiscito para emprender una reforma política
- Presenta proyecto de cinco pactos para dar respuesta a voces de la calle
- Quedará en manos del Congreso aprobar o rechazar el planteamiento presidencial
Eric
Nepomuceno
Especial
para La Jornada
Periódico
La Jornada
Martes
25 de junio de 2013, p. 4
La
presidenta brasileña Dilma Rousseff inició personalmente la contraofensiva que
busca dar respuesta a las demandas de los manifestantes que desde hace semanas
copan las calles de las ciudades brasileñas. Tuvo en la tarde de ayer una
reunión en Brasilia con los líderes visibles del MPL (Movimiento Pase Libre),
que convocaron la primera de las marchas exigiendo que se anulara un aumento en
las tarifas del transporte público urbano en la ciudad de Sao Paulo. Y luego se
reunió con los 27 gobernadores de los estados brasileños y los 26 alcaldes de
capitales estatales (Brasilia, capital federal, no tiene alcalde, sino
gobernador).
A
los muchachos, no propuso nada. A los gobernadores y alcaldes propuso cinco
pactos destinados a dar una respuesta a lo que llama de voces de la calle.
Y entre esas propuestas, una provocó impacto inmediato hasta entre sus aliados:
Dilma anunció que pretende pedir al Congreso que llame a un plebiscito para hacer
aprobar la convocatoria de una asamblea constituyente con la única y exclusiva
misión de debatir una reforma política.
La
oposición reaccionó de inmediato, argumentando que para hacer esa reforma –que,
a propósito, es intentada y prometida por todos los presidentes de las últimas
décadas– no es necesario nada más que llevar un proyecto de ley al Congreso
para que sea debatido y votado.
La
respuesta de la oposición, divulgada en tono elevado, tuvo escaso eco en la
opinión pública. Primero, los oposicionistas advirtieron que convocar
plebiscitos es prerrogativa exclusiva del Congreso, olvidándose que al Poder
Ejecutivo está asegurado el derecho de proponer a los parlamentares lo que
quiera, y que a ellos les toca aceptar o no lo propuesto. Y, segundo, porque
desde por lo menos 1995 reposan en el Congreso varios proyectos de ley para que
se haga una reforma política.
Como
tales proyectos atentan directamente contra los intereses de los
parlamentarios, nada es votado. Dilma quiso dejar claro a la población que uno
de los puntos de partida de la corrupción reside exactamente en el actual
sistema político, que propicia a los partidos todo y cualquier tipo de
negociación a la hora de obtener recursos para las campañas electorales.
En
otro punto de sus propuestas de pacto presentadas a gobernadores y
alcaldes, Dilma dijo esperar que el Congreso apruebe lo más rápido posible un
proyecto de ley (de autoría de un senador) que transforma encrimen hediondo, y
por lo tanto con puniciones más severas, los actos de corrupción dolosos,
es decir, cometidos intencionalmente (porque sí, hay casos de funcionarios que
contribuyen, sin saber, a la corrupción endémica que asuela el país).
Esos
dos puntos integran de manera destacada la pauta de reivindicaciones gritadas
por las voces de las calles.
Con
eso, Dilma promueve un giro radical en su postura. Primero, logró el impacto
necesario para dejar claro que su gobierno salió del atónito letargo que
aparentaba desde el inicio de la ola de movilizaciones populares que sacude al
país. Y, además de responder a los sentimientos un tanto vagos pero
evidentemente airados de las manifestaciones, descarga sobre los hombros del
Congreso la presión para medidas que desde hace mucho son esperadas en
silencio, un silencio que ahora ha sido roto y pasó a ser exigido por las
calles.
Al
anunciar que va a proponer un plebiscito, deja claro que las personas irán
votar, es decir, tendrán una nueva oportunidad de representatividad y
participación en el proceso político del país.
Al
Congreso toca ahora rechazar la propuesta de la presidenta, y ver su imagen
terminar de arruinarse junto a la opinión pública, o aprobarla. Para tanto,
será necesario reformar la Constitución, que prohíbe la convocación de
asambleas constituyentes exclusivas.
Es
fácil imaginar el impacto causado por las sorprendentes palabras de Dilma, al
menos entre analistas, parlamentarios, aliados y oposicionistas.
También
ayer el conjunto de partidos de oposición divulgó un manifiesto con sus propias
propuestas a ser adoptadas por el gobierno y por el Congreso para atender a las
reivindicaciones de la población. El documento tuvo el impacto similar al de
una hoja de lechuga que cae en medio al océano Atlántico.
El
gran giro de actitud de Dilma Rousseff ocurre cuando ella pone a un lado su vertiente
de gestora pública, abre espacio al diálogo con movimientos populares, por más
difusos que sean, y restablece una agenda política que parecía haber sido
relegada a las calendas griegas en favor de otra, esencialmente tecnócrata,
centrada en la gestión administrativa.
Gobierno
técnico
Si
Lula da Silva mantuvo a lo largo de sus ocho años de presidente un contacto
intenso y permanente con la población, Dilma prefirió, hasta ahora, hacer un
gobierno técnico, cuyo diálogo con la opinión pública se daba (o debería darse)
a través de intermediarios no siempre hábiles o suficientemente
representativos.
Además,
dejó evidente que comprendió que los logros alcanzados hasta ahora son
insuficientes, y que inclusive parte significativa de los que protestan
tuvieron necesidades básicas atendidas, pero la ciudadanía adquirida significó
también la expectativa de alcanzar más, como salud, educación y transporte
públicos de calidad.
No
sin razón, los cinco pactos propuestos por Dilma a gobernadores y alcaldes
giran alrededor de los siguientes puntos: salud, transporte, educación, reforma
fiscal y reforma política. Anunció la profundización del combate a la
corrupción, reveló que existe previsión de repasar a municipios y estados
recursos destinados al transporte que alcanzan 58 mil millones de reales (unos 27
mil millones de dólares), de los cuales unos 30 mil millones ya fueron
liberados.
Dijo
que, entre las voces de las calles, entendió que también dicen que quieren que
sea el ciudadano, y no el poder económico, que el verdadero. Ahora, hay que
esperar para ver el efecto de sus palabras.
Ah, sí, y a propósito: a la salida de su reunión
con Dilma, los muchachos del MPL comentaron que consideran importante la
apertura del diálogo, pero que la presidenta no está preparada para discutir
transporte urbano. Nadie les dio ninguna importancia.
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