Un manifestante abraza a un mando policial en un gesto de paz, durante la protesta efectuada este sábado en San Salvador, capital del estado de Bahía. Foto:REUTERS
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- Los indignados de Brasil
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Director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coimbra
Beneficiado
por una buena imagen pública internacional, ganada por el presidente Luiz
Inacio Lula da Silva y sus políticas de inclusión social, este Brasil
desarrollista se impuso en el mundo como una potencia de nuevo tipo, benévola e
incluyente.
Por
eso no podía ser mayor la sorpresa internacional ante las manifestaciones que
en días recientes llevaron a las calles a cientos de miles de personas en las
principales ciudades del país. Mientras que frente a las recientes
manifestaciones en Turquía fue inmediata la lectura sobre las dos Turquías, en
el caso de Brasil fue más difícil reconocer la existencia de esas dos caras.
Pero está a la vista de todos. La dificultad para reconocerla reside en la
propia naturaleza del otro Brasil, un Brasil escurridizo a los análisis simplistas.
Ese Brasil está compuesto por tres narrativas y temporalidades.
La
primera es la narrativa de la exclusión social (es uno de los países más
desiguales del mundo), las oligarquías terratenientes, el caciquismo violento,
las élites políticas restringidas y racistas, una descripción que se remonta a
la época colonial y que se ha reproducido –en formas siempre cambiantes– hasta
hoy. La segunda es la reivindicación de la democracia participativa, que se
remonta 25 años y tuvo sus puntos más altos en el proceso constituyente que
condujo a la Carta Magna de 1988, los presupuestos participativos en las
políticas urbanas de cientos de municipios, la destitución del presidente
Fernando Collor de Mello en 1992, la creación de los consejos de ciudadanos en
las principales áreas de las políticas públicas –especialmente en salud y
educación–, en los diferentes niveles de acción estatal (municipal, estadual y
federal).
La
tercera narrativa tiene apenas 10 años de edad y se relaciona con las vastas
políticas de inclusión social adoptadas por el presidente Lula desde 2003 y que
llevaron a una significativa reducción de la pobreza, la creación de una clase
media con profunda inclinación consumista, el reconocimiento de la
discriminación racial contra la población negra e indígena, y las políticas de
acción afirmativa y de ampliación del reconocimiento de los territorios de los
quilombos (asentamientos afrobrasileños) y de los pueblos originales.
Desde
que asumió Rousseff se ha producido una desaceleración o incluso un
estancamiento de las dos últimas narrativas. Y como en política no hay vacío,
el espacio que ellas fueron dejando comenzó a ser aprovechado por la primera y
más antigua narrativa, que ganó vigor bajo el nuevo ropaje del desarrollo
capitalista a toda costa y las nuevas (y viejas) formas de corrupción.
Las
formas de democracia participativa fueron cooptadas, neutralizadas en el
dominio de las grandes obras de infraestructura y megaproyectos, y dejaron de
motivar a las generaciones más jóvenes, huérfanas de una vida familiar y
comunitaria integradora, deslumbradas por el nuevo consumismo u obsesionadas
por su deseo.
Las
políticas de inclusión social se agotaron y dejaron de corresponderse con las
expectativas de quienes se sentían merecedores de más y mejores condiciones. La
calidad de la vida urbana empeoró en nombre de los eventos de prestigio
internacional que absorbieron las inversiones que debían mejorar el transporte,
la educación y los servicios públicos en general.
El
racismo mostró su persistencia en el tejido social y en las fuerzas policiales.
Aumentaron los asesinatos de líderes indígenas y campesinos, demonizados por el
poder político como obstáculos al desarrollo, sólo porque lucharon por sus
tierras y sus modos de vivir contra los agronegocios y los megaproyectos
mineros e hidroeléctricos (como la represa de Belo Monte, destinada a
proporcionar energía barata a la industria extractiva).
La
presidenta Dilma fue el termómetro de este cambio insidioso. Asumió una actitud
de abierta hostilidad hacia los movimientos sociales y los pueblos indígenas,
un cambio drástico en comparación con su antecesor. Luchó contra la corrupción,
pero dejó para los socios políticos más conservadores la agenda que consideró
menos importante. Así fue como la Comisión de Derechos Humanos de la Cámara de
Diputados, históricamente comprometida con las minorías, fue entregada a un
pastor evangélico homofóbico que promueve un proyecto legislativo conocido como
la cura gay.
Las
manifestaciones revelan que, lejos de haber sido el país el que ha despertado
del adormecimiento, fue la presidenta quien despertó. Con los ojos puestos en
la experiencia internacional y también en las elecciones presidenciales de
2014, la presidenta Dilma advirtió que las respuestas represivas sólo agudizan
los conflictos y aíslan a los gobiernos.
En
el mismo sentido, los gobernantes de nueve ciudades capitales ya decidieron
bajar el precio del transporte. Es sólo un comienzo. Para ser consistente, es
necesario que las dos narrativas (la democracia participativa y la inclusión
social intercultural) retomen el dinamismo que alguna vez tuvieron. Si así
fuera, Brasil le estará demostrando al mundo que sólo vale la pena pagar el
precio del progreso profundizando la democracia, redistribuyendo la riqueza
generada y reconociendo las diferencias culturales y políticas de aquellos para
los que el progreso sin dignidad es retroceso.
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